Thursday, September 22, 2011

Primer Grupo Taxonômico : Los pachucos.

Legitimados comercialmente por MTV (y sus rutilantes stars anti-pro-anti-sistema) se ha puesto de moda escuchar Los Tigres del norte. http://youtu.be/rGay_1_7Ma8 . De esta canciôn que posteo hay una versiôn con Juanes. Pero me gusta mâs esta versiôn original. Yo he escuchado los Tigres desde muy pequeño gracias a las muy conocidas "La banda del Carro Rojo" "golpe traidor" "el tahur" y la insuperable "bohemio de aficiôn" http://youtu.be/ja5q-2YehTI (Un saludo para Albeiro H, "el minero"). Digo conocida por lo menos en Colombia, porque el 90% de los mexicanos que conozco ya lo olvidaron si es que alguna vez la oyeron y bueno, ya entrados en gastos lo acepto, es conocida en Cachipay, Cundinamarca (Que ignorancia!!, solo me queda tener fe en los nuevos dispositivos socializadores de la juventud latinoamericana competidores del Karaoke japones: Las rockolas de cantina.). Esta es mûsica popular pero no necesariamente es masiva a pesar de MTV. Muchos colombianos la sentimos como propia.   


 Como no solo de café viven los mestizos, me he permitido tomar unos extractos de un librito muy bueno de Octavio Paz que se llama El Laberinto de la Soledad. Encuentro que el no habla solo de los mexicanos, sino que siento que habla de mi y puede que de ti tambien querida persona lectora. 


"Despertar a la historia significa ad­quirir conciencia de nuestra singularidad, momento de reposo reflexivo antes de entregarnos al hacer. "Cuando soñamos que soñamos está próximo el despertar", dice Novalis. No importa, pues, que las respuestas que demos a nuestras preguntas sean luego corregidas por el tiem­po;......... La preocupación por el sentido de las singularidades de mi país, que comparto con muchos, me parecía hace tiempo superflua y peligrosa. En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella? Lo que nos puede distinguir del resto de los pueblos no es la siempre du­dosa originalidad de nuestro carácter —fruto, quizá, de las circunstancias siempre cambiantes—, sino la de nues­tras creaciones. Pensaba que una obra de arte o una ac­ción concreta definen más al mexicano —no solamente en tanto que lo expresan, sino en cuanto, al expresarlo, lo recrean— que la más penetrante de las descripciones. Mi pregunta, como las de los otros, se me aparecía así como un pretexto de mi miedo a enfrentarme con la rea­lidad; y todas las especulaciones sobre el pretendido ca­rácter de los mexicanos, hábiles subterfugios de nuestra impotencia creadora. Creía, como Samuel Ramos, que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra predi­lección por el análisis y que la escasez de nuestras crea­ciones se explica no tanto por un crecimiento de las fa­cultades críticas a expensas de las creadoras, como por una instintiva desconfianza acerca de nuestras capa­cidades.
Pero así como el adolescente no puede olvidarse de sí mismo —pues apenas lo consigue deja de serlo— noso­tros no podemos sustraernos a la necesidad de interro­garnos y contemplarnos.......
Al iniciar mi vida en los Estados Unidos residí algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero —además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construccio­nes— la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad —gusto por los adornos, descuido y fausto, ne­gligencia, pasión y reserva— flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mun­do, el mundo norteamericano, hecho de precisión y efi­cacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña, hermo­sura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.
Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno en­cuentra en la calle. Aunque tengan muchos años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sien­tan vergüenza de su origen, nadie los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se pien­sa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la pobla­ción es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfra­zan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de des­nudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del péndu­lo, un péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu —o de au­sencia de espíritu— ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de origen mexica­no, que viven en las ciudades del Sur y que se singulari­zan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela una obsti­nada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afir­ma nada concreto sino la decisión —ambigua, como se verá— de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco —al menos en apariencia— desea fundirse a la vida nor­teamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mis­mo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enig­ma es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de incier­ta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamen­te, está cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos se­res son mexicanos, uno de los extremos a que puede lle­gar el mexicano.
Incapaces de asimilar una civilización que, por lo de­más, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad. Otras comunidades reac­cionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por "pasar la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repul­sa menos violenta, pero lejos de intentar una problemá­tica adaptación a los modelos ambientes, afirman sus di­ferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de una conducta anár­quica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su vo­luntad personal de seguir siendo distintos.
No importa conocer las causas de este conflicto y me­nos saber si tienen remedio o no. En muchas partes exis­ten minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la población. Lo característico del hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta an­gustiosa tensión con que el mexicano desvalido —huér­fano de valedores y de valores— afirma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su heren­cia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le que­da un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante to­das las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiem­po, lo destaca y aisla: lo oculta y lo exhibe.
Con su traje —deliberadamente estético y sobre cu­yas obvias significaciones no es necesario detenerse—, no pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación al­guna. El pachuquismo es una sociedad abierta —en ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales, des­tinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad de la "American way of life"—. El tra­je del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas está he­cha de novedad —madre de la muerte, decía Leopardi— e imitación.
La novedad del traje reside en su exageración. El pa­chuco lleva la moda a sus últimas consecuencias y la vuel­ve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda norteamericana es la comodidad; al volver es­tético el traje corriente, el pachuco lo vuelve "imprácti­co". Niega así los principios mismos en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.
Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende re­belarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados —o una invención de nuevos ropajes—. Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se adiverte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aisla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.
La dualidad anterior se expresa también de otra ma­nera, acaso más honda: el pachuco es un clown impasi­ble y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae, la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víc­tima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus hé­roes malditos.
La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singula­ridad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, pertur­bador y fascinante. En torno suyo se crea una constela­ción de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéfi­cos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Fi­gura portadora del amor y la dicha o del horror y la abo­minación, el pachuco parece encarnar la libertad, el de­sorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser supri­mido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.
Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradic­torias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, esta­llan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un mo­tín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra: ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su produc­to, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.
Por caminos secretos y arriesgados el "pachuco" in­tenta ingresar en la sociedad norteamericana. Mas él mis­mo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradi­cional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la nortea­mericana. El "pachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Ges­to suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defien­de nada, excepto su exasperada voluntad de no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que tam­bién es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de sí misma y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco" es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo re­dime y rompe su soledad: su salvación depende del ac­ceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes". Octavio Paz. 1950

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