Como no solo de café viven los mestizos, me he permitido tomar unos extractos de un librito muy bueno de Octavio Paz que se llama El Laberinto de la Soledad. Encuentro que el no habla solo de los mexicanos, sino que siento que habla de mi y puede que de ti tambien querida persona lectora.
"Despertar a
la historia significa adquirir conciencia de nuestra
singularidad, momento de reposo reflexivo antes de entregarnos al
hacer. "Cuando soñamos que soñamos está próximo el
despertar", dice Novalis. No importa, pues, que las respuestas
que demos a nuestras preguntas sean luego corregidas por el tiempo;......... La
preocupación por el sentido de las singularidades de mi país, que
comparto con muchos, me parecía hace tiempo superflua y peligrosa.
En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear,
obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino
al que es capaz de sumergirse en ella? Lo que nos puede distinguir
del resto de los pueblos no es la siempre dudosa originalidad de
nuestro carácter —fruto, quizá, de las circunstancias siempre
cambiantes—, sino la de nuestras creaciones. Pensaba que una
obra de arte o una acción concreta definen más al mexicano —no
solamente en tanto que lo expresan, sino en cuanto, al expresarlo, lo
recrean— que la más penetrante de las descripciones. Mi pregunta,
como las de los otros, se me aparecía así como un pretexto de mi
miedo a enfrentarme con la realidad; y todas las especulaciones
sobre el pretendido carácter de los mexicanos, hábiles
subterfugios de nuestra impotencia creadora. Creía, como Samuel
Ramos, que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra
predilección por el análisis y que la escasez de nuestras
creaciones se explica no tanto por un crecimiento de las
facultades críticas a expensas de las creadoras, como por una
instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades.
Pero así como el adolescente no
puede olvidarse de sí mismo —pues apenas lo consigue deja de
serlo— nosotros no podemos sustraernos a la necesidad de
interrogarnos y contemplarnos.......
Al
iniciar mi
vida en los Estados Unidos residí algún tiempo en Los Ángeles,
ciudad habitada por más de un millón de personas de origen
mexicano. A primera vista sorprende al viajero —además de la
pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas
construcciones— la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad,
imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad
—gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasión
y reserva— flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla
ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de
precisión y eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea,
impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras
erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se
expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura harapienta.
Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.
Algo
semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la
calle. Aunque tengan muchos años de vivir allí, usen la misma ropa,
hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie
los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se crea
que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se
piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la
población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se
disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de
desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se
advierte que su sensibilidad se parece a la del péndulo, un
péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin
compás. Este estado de espíritu —o de ausencia de espíritu—
ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco".
Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes,
generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del
Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su
conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha
cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pachucos"
no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar
de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad
de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisión
—ambigua, como se verá— de no ser como los otros que los rodean.
El "pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco
—al menos en apariencia— desea fundirse a la vida
norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí
mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma
es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de incierta
filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no
tiene significado preciso o que, más exactamente, está
cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de
significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de
los extremos a que puede llegar el mexicano.
Incapaces
de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza,
los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad
ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad. Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por
ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por
"pasar la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser
como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa
menos violenta, pero lejos de intentar una problemática
adaptación a los modelos ambientes, afirman sus diferencias,
las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo
grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la
injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado
asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo
distintos.
No importa conocer las causas de
este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas
partes existen minorías que no gozan de las mismas
oportunidades que el resto de la población. Lo característico del
hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta
angustiosa tensión con que el mexicano desvalido —huérfano
de valedores y de valores— afirma sus diferencias frente al mundo.
El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión,
costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la
intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege
y, al mismo tiempo, lo destaca y aisla: lo oculta y lo exhibe.
Con su traje —deliberadamente
estético y sobre cuyas obvias significaciones no es necesario
detenerse—, no pretende manifestar su adhesión a secta o
agrupación alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta —en
ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales,
destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de
sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta
moralidad de la "American way of life"—. El traje
del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente,
una moda. Como todas las modas está hecha de novedad —madre
de la muerte, decía Leopardi— e imitación.
La
novedad del traje reside en su exageración. El pachuco lleva la
moda a sus últimas consecuencias y la vuelve estética. Ahora
bien, uno de los principios que rigen a la moda norteamericana es la
comodidad; al volver estético el traje corriente, el pachuco lo
vuelve "impráctico". Niega así los principios mismos
en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.
Esta rebeldía no pasa de ser un
gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que
pretende rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus
antepasados —o una invención de nuevos ropajes—. Generalmente
los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de
separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados
grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos
se adiverte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aisla y
distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la
sociedad que pretenden negar.
La dualidad anterior se expresa
también de otra manera, acaso más honda: el pachuco es un
clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que
procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de
autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su
carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita
a la sociedad; no importa, busca, atrae, la persecución y el
escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con
la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en
ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de
sus héroes malditos.
La
irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el
pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su
peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en
él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno suyo se
crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad
parece nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos.
Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una
perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del
amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco
parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en
suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo
es posible tener un contacto secreto, a oscuras.
Pasivo y desdeñoso, el pachuco
deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones
contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción,
estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un
motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad,
su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no
pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación,
se cierra: ya está listo para la redención, para el ingreso a la
sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora,
que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto,
su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.
Por
caminos secretos y arriesgados el "pachuco" intenta
ingresar en la sociedad norteamericana. Mas él mismo se veda el
acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se
afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que
procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza
al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para
retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma
nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de
no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se
muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también es un
adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de sí
misma y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco"
es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores.
La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación
depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar.
Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos
equivalentes". Octavio Paz. 1950
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